Sin embargo, aunque esa es nuestra lectura oficial para el regreso, no dejo de recomendaros la lectura de otro valor seguro de nuestras letras: la nueva novela de Ana María Matute, Paraíso inhabitado, relato de formación de la joven Adriana, entreverado de fantasías con que se refugia de la realidad del mundo adulto. Ya me diréis. Podéis ver una sinopsis en http://www.clubcultura.com/noticias/leer.php?not_id=5751/el_esperado/_paraiso_inhabitado
Un adelanto del libro:
Nací cuando mis padres ya no se querían. Cristina, mi hermana mayor, era por entonces una jovencita displicente, cuya sola mirada me hacía culpable de alguna misteriosa ofensa hacia su persona, que nunca conseguí descifrar. En cuanto a mis hermanos Jerónimo y Fabián, gemelos y llenos de acné, no me hacían el menor caso. De modo que los primeros años de mi vida fueron bastante solitarios.
Uno de mis recuerdos más lejanos se remonta a la noche en que vi correr al Unicornio que vivía enmarcado en la reproducción de un famoso tapiz. Con asombrosa nitidez, le vi echar a correr y desaparecer por un ángulo del marco, para reaparecer enseguida y retomar su lugar; hermoso, blanquísimo y enigmático.
Nunca supe por qué razón el Unicornio había intentado escapar del cuadro y durante mucho tiempo me intrigó, y aun me atemorizó un poco. Por aquellos días yo no debía de tener más de cinco años —quizá sólo cuatro—, pero ese recuerdo tiene un lugar relevante entre los primeros de mi vida. A veces, los recuerdos se parecen a algunos objetos, aparentemente inútiles, por los que se siente un confuso apego.
Sin saber muy bien por qué razón, no nos decidimos a tirarlos y acaban amontonándose al fondo de ese cajón que evitamos abrir, como si allí fuéramos a encontrar alguna cosa que no se desea, o incluso se teme vagamente.
Más o menos por aquellos tiempos en que vi echar a correr al Unicornio, fui enterándome, poco
a poco, de que había nacido a destiempo. La primera noticia concreta la tuve durante mis prolongadas escuchas bajo la mesa del cuarto de la plancha. Junto a la cocina y el antiguo cuarto de jugar —ahora convertido en cuarto de estudio, porque Jerónimo y Fabián estudiaban allí, y aparentemente ya nadie jugaba en aquella familia— eran mis espacios habituales.
Las personas más cercanas a mí eran precisamente las que los frecuentaban y ocupaban: Tata
María y la cocinera Isabel. Escondida debajo de la mesa de la plancha, escuchaba sus conversaciones, a menudo tan misteriosas que, cuando hablaban del mundo y la vida en general, me despertaban innumerables preguntas, pero si se referían a mí resultaban muy claras. De este modo tuve el temprano conocimiento de que había nacido tarde y en el momento menos oportuno para la familia.
—Ésta no ha tenido la suerte de sus hermanos, pobrecilla —murmuraba Isabel, siempre sentimental, mientras recogía y guardaba alguna cosa. Tata María se limitaba a levantar los ojos al techo y, de cuando en cuando, acompañado de un golpe de plancha, murmurar algo ininteligible.
Uno de mis recuerdos más lejanos se remonta a la noche en que vi correr al Unicornio que vivía enmarcado en la reproducción de un famoso tapiz. Con asombrosa nitidez, le vi echar a correr y desaparecer por un ángulo del marco, para reaparecer enseguida y retomar su lugar; hermoso, blanquísimo y enigmático.
Nunca supe por qué razón el Unicornio había intentado escapar del cuadro y durante mucho tiempo me intrigó, y aun me atemorizó un poco. Por aquellos días yo no debía de tener más de cinco años —quizá sólo cuatro—, pero ese recuerdo tiene un lugar relevante entre los primeros de mi vida. A veces, los recuerdos se parecen a algunos objetos, aparentemente inútiles, por los que se siente un confuso apego.
Sin saber muy bien por qué razón, no nos decidimos a tirarlos y acaban amontonándose al fondo de ese cajón que evitamos abrir, como si allí fuéramos a encontrar alguna cosa que no se desea, o incluso se teme vagamente.
Más o menos por aquellos tiempos en que vi echar a correr al Unicornio, fui enterándome, poco
a poco, de que había nacido a destiempo. La primera noticia concreta la tuve durante mis prolongadas escuchas bajo la mesa del cuarto de la plancha. Junto a la cocina y el antiguo cuarto de jugar —ahora convertido en cuarto de estudio, porque Jerónimo y Fabián estudiaban allí, y aparentemente ya nadie jugaba en aquella familia— eran mis espacios habituales.
Las personas más cercanas a mí eran precisamente las que los frecuentaban y ocupaban: Tata
María y la cocinera Isabel. Escondida debajo de la mesa de la plancha, escuchaba sus conversaciones, a menudo tan misteriosas que, cuando hablaban del mundo y la vida en general, me despertaban innumerables preguntas, pero si se referían a mí resultaban muy claras. De este modo tuve el temprano conocimiento de que había nacido tarde y en el momento menos oportuno para la familia.
—Ésta no ha tenido la suerte de sus hermanos, pobrecilla —murmuraba Isabel, siempre sentimental, mientras recogía y guardaba alguna cosa. Tata María se limitaba a levantar los ojos al techo y, de cuando en cuando, acompañado de un golpe de plancha, murmurar algo ininteligible.