Hemos empezado fuerte. Sin solución de continuidad, como dicen los entendidos. Así que, sin demora, nos hemos puesto manos a la obra y ya hemos seleccionado una primera lectura para abrir boca.
Como acostumbramos para el inicio de curso, se trata de una novedad editorial (ya sabéis, no más de un mes o mes y poco desde que apareció en librerías), de una extensión razonable y que nos dé pie a comentarios que nos ayuden a perfilar las sucesivas. En esta ocasión, esa función la cumple el veterano Andrea Camilleri con una novela que se aleja del registro que le ha dado proyección universal, el de la novela negra a través de su personaje Montalbano. Se trata de El beso de la sirena, y la podéis encontrar en la editorial Destino.
A sus ochenta y tres años, Camilleri está de moda, y para octubre y noviembre se prevén nuevos lanzamientos en español de sus últimos trabajos, incluido el que le ha supuesto el II Premio Internacional RBA de Novela Negra este mismo mes de septiembre. Además, sigue en librerías su estupenda narración La pensión Eva.
Nuestros comentarios el jueves nos servirán no sólo para valorar la bondad de la novela escogida, sino para apreciar cómo un autor como Camilleri puede llegar a convertirse en un referente indiscutible de la novela y cómo puede afectar a quienes aprecian más su faceta de narrador de historias de crímenes e investigaciones detectivescas la lectura de un texto tan alejado (o no) de aquellos.
Para quien no haya podido aún adquirirla, os adjunto un aperitivo en forma de comienzo de la novela:
“Gnazio Manisco reapareció en Vigàta el 3 de enero de 1895, a los cuarenta y cinco años, y en el pueblo ya nadie sabía quién era, ni él conocía a nadie, tras veinticinco años en América.
Hasta que tenía casi veinte años había trabajado como temporero, y se había desplazado con su madre y una caterva de braceros, de campo en campo, donde ora había que hacer la escamonda de los árboles, ora recoger almendras u olivas, habas o guisantes, ora tomar parte en la vendimia.
De su padre no sabía nada de nada, salvo que se llamaba Cola, que se había ido a América cuando él aún estaba en la barriga de su madre, y que ya no había vuelto a dar señales de vida, ni buenas ni malas. Entonces su madre había vendido la casa en la que vivían en el pueblo, de una sola habitación -total, los braceros no necesitan techo, duermen al raso, bajo las estrellas, y, si llueve, se refugian debajo de los árboles-, y se había metido el dinero en un pañuelo apretado en la pechera. Al final de cada semana, sacaba el pañuelo y guardaba el dinero de la paga que había conseguido economizar.
La cuadrilla de braceros a la que pertenecían Gnazio y su madre, porque Gnazio había empezado a trabajar a los cinco años por un cuarto de paga, estaba al mando del tío Japico Prestia, que los llamaba a todos "piojos". A los siete años, al oír que lo llamaban "piojo", Gnazio se enfadó.
-Usted, señor Japico, debe llamarme Gnazio, yo no soy un piojo.
-¿Te ofendes porque te llamo así?
-Sí.
-Te equivocas. Esta tarde te lo explicaré.
Cuando tenía ganas, el tío Japico, una vez terminado el trabajo y antes de que anocheciera, se ponía a contar historias y todos se reunían para escucharlo. Por eso aquella tarde contó la historia de Noé y el piojo.
-Cuando el Señor Dios se cansó de los hombres, que se hacían siempre la guerra y se mataban sin cesar, decidió borrarlos de la faz de la Tierra con el diluvio universal. Y de esa extinción habló con Noé, que era el único hombre honesto y bueno que había. Pero Noé le hizo notar que, junto con los hombres, morirían también todas las bestias, que no tenían la culpa del desdén del Señor. Entonces el Señor le dijo que fabricara una barca de madera, llamada arca, y que hiciera entrar en ella una pareja, un macho y una hembra, de todos los animales. Así, el arca flotaría y después, pasado el diluvio, los animales habrían podido procrear. Noé también obtuvo permiso para llevar en el arca a su mujer y a sus tres hijos, y luego preguntó al Señor cómo conseguiría advertir a todos los animales del mundo. El Señor le dijo que ya lo pensaría él. En resumen, para hacerlo breve, cuando todos los animales entraron, empezó el diluvio. Tres días después, una noche, mientras todos dormían, Noé oyó una vocecita en su oído:
»-¡Patriarca Noé! ¡Patriarca Noé!
»-¿Quién es?
»-Somos dos piojos, marido y mujer.
»-¿Piojos? -¿y qué eran? Noé nunca los había oído nombrar-. Y ¿dónde estáis, que no os veo?
»-En tu cabeza, en medio de tu pelo.
»-Y ¿qué hacéis?
»-Patriarca, el Señor Dios se olvidó de advertirnos del diluvio. Pero nosotros nos enteramos y trepamos a ti.
»-¿Y de qué vivís, piojos?
»-Vivimos de la suciedad que hay en la cabeza del hombre.
»-¡Podéis moriros de hambre! ¡Yo me lavo el pelo todos los días!
»-¡Ah, no, patriarca! ¡Te comprometiste a salvar a todos los animales! ¡Nosotros tenemos tanto derecho a alimentarnos como las demás bestias! ¡Por tanto, desde ahora y mientras dure el diluvio, no debes lavarte!
»¿Y sabéis por qué, muchachos, el Señor Dios se había olvidado de advertir a los piojos? Porque los piojos son como los temporeros, que hasta Dios se olvida de que existen.
Cuando oyó el cuento del tío Japico, Gnazio juró que en cuanto pudiera cambiaría de oficio.
Tenía diecinueve años cuando su madre murió porque nadie le hizo caso cuando le picó una víbora. En el pañuelo en que su madre tenía los ahorros encontró más dinero del que se esperaba y entonces decidió partir él también a América.
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