Aquí estamos de nuevo, tras un largo periodo de ¿vacaciones? Eso sí, con las fuerzas renovadas para afrontar la semana del libro (23 de abril, nuestra próxima cita), con los agasajos habituales y las librerías rebosantes de novedades. Entre ellas, que iremos comentando, la nueva edición de un clásico 'beat' como En la carretera de Kerouac, y las últimas entregas de Martínez de Pisón, Javier Cercas, etc.
Pese a la sincera aversión que Avdotia Romanovna me tiene, y a mi aspecto permanentemente sombrío e intimidatorio, al fin se apiadó de mí; se apiadó de un alma perdida. Y desde luego que cuando su corazón empieza a sentir piedad por un hombre, una muchacha se encuentra en grave peligro. Le da por querer "salvarlo", hacerlo entrar en razón, educarlo, ponerle delante metas nobles y despertarlo a una nueva vida y nuevas actividades... Bien, todos sabemos lo que se llega a soñar en esas circunstancias. Yo comprendí enseguida que el pájaro había volado al nido de la voluntad propia y a mi vez puse en marcha los preparativos. Da la impresión de que frunce usted el ceño, Rodión Romanóvich. Descuide. Como bien sabe, el asunto no llegó a nada. (¡Demonios, qué cantidad de vino estoy bebiendo!) Sabe, desde el comienzo mismo me pareció una pena que el azar no hiciera nacer a su hermana en el segundo o tercer siglo de nuestra era, como hija de un príncipe cualquiera o de un gobernador o procónsul de Asia Menor. Sin duda habría sido una mártir, y por supuesto habría sonreído mientras le quemaban los pechos con pinzas al rojo vivo. Pienso que hasta lo habría provocado. Y en el siglo cuarto o quinto se habría ido al desierto egipcio a vivir treinta años de raíces, éxtasis y visiones. Es esa clase de personas que se desviven por que alguien las torture, y si no consiguen el martirio son bien capaces de tirarse por la ventana.
Cuando queda demostrado que Advotia Romanovna (Dunia Raskolnikov) no podrá matarlo (aunque el deseo de hacerlo sea más desesperado que el de él por ella), Svidrigáilov "se marcha a América": se suicida. Como la de Stavroguin en Los demonios, la libertad de Svidrigáilov es absoluta y también absolutamente aterradora. Aunque Raskolnikov nunca se arrepiente, en el epílogo se quiebra y cede a la santidad de Sonia. Pero es Svidrigáilov, no Raskolnikov, quien escapa de la feroz ideología dostoievskiana y se diría que escapa del libro. Aunque nadie quiera escribirlo en las paredes del metro, bien puede ocurrir que el lector llegue a murmurar: "Svidrigáilov vive".
De momento, tenemos una cita pendiente con Dostoievski, cuya lectura espero que no se os haya convertido en penitencia pascual. Por ello, os subo el capítulo que Harold Bloom (de quien ya hemos hablado) dedica a Crimen y castigo en su libro de presuntuoso título Cómo leer y por qué (Anagrama). Creo que hay algunas ideas muy sugerentes para el debate:
FEDOR DOSTOIEVSKI:
Crimen y castigo
Raskolnikov, un estudiante resentido, juega con la terrible fantasía de matar a una vieja avarienta y usurera que lo explota. La fantasmagoría se vuelve realidad con el asesinato, no sólo de la vieja sino también de su hermanastra. Una vez cometido el crimen, el destino de Raskolnikov lo lleva a encontrarse con los tres personajes capitales de la novela. La primera es Sonia, una muchacha angelical y piadosa que se sacrifica como prostituta para mantener a sus míseros hermanos. Otro es Porfiri Petróvich, un perspicaz juez de instrucción que es el paciente némesis de Raskolnikov. El más fascinante es Svidrigáilov, monumento al solipsismo nihilista y la lujuria fría.
En los intrincados movimientos de la trama, Raskolnikov se enamora de Sonia, poco a poco se da cuenta de que Porfiri lo sabe culpable y cada vez más descubre en el brillante Svidrigáilov su propio potencial de degradación. El lector llega a comprender que Raskolnikov está profundamente dividido entre el impulso de arrepentirse y la convicción de que su ser napoleónico necesita expresarse con plenitud. También en Dostoievski hay una división sutil, ya que Raskolnikov no se desploma en el arrepentimiento hasta el epílogo de la novela.
Ciento treinta años después de su publicación, Crimen y castigo sigue siendo la mejor novela de asesinato que se ha escrito. Hay que leerla - y poco cuesta, absorbente como es - porque, como Shakespeare, nos altera la conciencia. Aunque muchos rechacen el nihilismo de las grandes tragedias shakesperianas de sangre - Hamlet, Otelo, El rey Lear, Macbeth -, esas obras son el origen innegable de los grandes nihilistas de Dostoievski: el Svidrigáilov de Crimen y castigo, el Stavroguin de Los demonios y el padre de Los hermanos Karamazov. Nunca sabremos en qué creía (o de qué descreía) realmente Shakespeare; sabemos en cambio que Dostoievski se hizo clerical reaccionario a un extremo casi inconcebible. En cuanto a Crimen y castigo en particular, deberíamos seguir el adagio de D.H. Lawrence: Confía en el relato, no en el narrador.
Dostoievski creía en un cristianismo aún por venir: un tiempo en que todos nos amemos sin egoísmo y nos sacrifiquemos por los otros como lo hace Sonia en Crimen y castigo. En esa fase cristiana, más allá de la civilización como la conocemos ahora, ¿podrían escribirse novelas? Es de presumir que no las necesitaríamos. Tolstoi, que quería que Dostoievski fuera el Harriet Beecher Stowe de Rusia, insistía en valorar La cabaña del tío Tom por encima de El rey Lear.
Dostoievski, esencialmente un trágico - no un moralista épico - no estaba de acuerdo con Tolstoi. A veces cavilo que a los veintitrés años Dostoievski dejó el ejército ruso para seguir la carrera literaria y Rodión Raskolnikov tiene la misma edad el espantoso verano en que, para agrandar la visión napoleónica de su yo, mata gratuitamente a dos mujeres. Hay una afinidad sumergida entre la negativa de Raskolnikov a desviarse de su autoestima y la búsqueda heroica de Dostoievski en pos de la escritura de ficciones eternas, búsqueda que culmina en Los hermanos Karamazov. Raskolnikov acaba por arrepentirse (en el poco convincente "Epílogo" de la novela) al rendirse por completo a la magdaleniana Sonia - esperanza de ascenso, a lo Lázaro, de la muerte a la salvación.
Pero, como su recalcitrante carácter trágico está ligado inextricablemente a la pulsión heroica de Dostoievski por componer grandes tragedias, es improbable que su tardía humildad cristiana persuada al lector. Dostoievski es soberbio en los comienzos y asombroso en los desarrollos medios, pero extrañamente débil en los finales; cuando uno esperaría que el temperamento apocalíptico debería hacerlo experto en cuestiones últimas.
Los lectores abiertos a la oscuridad de la experiencia en Crimen y castigo podrán ponderar bien, no sólo la escisión de Raskolnikov, sino la fisura abierta en Dostoievski; y acaso concluyan que si éste es reacio a transformar completamente a Raskolnikov en un ser redimido es por una recalcitrancia de orden más dramático que moral - religioso.
Las obras que presentan nihilistas abrumadores como Svidrigáilov o Yago no se condicen con el final feliz. Cuando yo pienso en Crimen y castigo, en seguida me viene a la mente Svidrigáilov, y la explicación que da al apretar el gatillo suicida me produce un escalofrío: "En marcha hacia América." Éste es el post - nihilista (con el mero nihilismo no alcanzaría) que dice a Raskolnikov que la eternidad existe; es como la mugrienta casa de baños del campo ruso, infestada de arañas. Después de haberlo visto enfrentarse con la cosa auténtica en Svidrigáilov, encarnación de la Vía a la Miseria, podemos perdonar a Raskolnikov cuando anhela una visión más consoladora, crea en ella o no.
A mi parecer hay una afinidad real entre Raskolnikov y el asesino Macbeth, como la hay entre Svidrigáilov y el Edmund de El rey Lear, otro sensualista frío. Nacido en 1821, Dostoievski asocia más abiertamente al perturbador Svidrigáilov con Lord Byron, a quien popularizara en Rusia el poeta nacional Pushkin - antecesor asimismo de Dostoievski y Turguéniev en la simpatía por Shakespeare. La lascivia criminal de Svidrigáilov, excitada en particular por las niñitas, es una degradación de las inclinaciones de Edmund y de Byron. Sin embargo Raskolnikov - aunque por demás alarmante - está muy lejos de Svidrigáilov, del mismo modo que el asesino pero comprensivo Macbeth es más un villano - héroe que un par de Edmund y Yago.
Dostoievski emula a Shakespeare al identificar la imaginación del lector con Raskolnikov; de modo parecido nos usurpa la imaginación Macbeth. Porfiri, el juez de instrucción que brillantemente tortura a Raskolnikov con la incertidumbre, se presenta como cristiano, pero está claro que disgusta a Dostoievski, que considera al némesis de Raskolnikov como un "mecanicista" influido por Occidente, un manipulador de la ya torturada psicología del protagonista. Sonia se encuentra espiritualmente más allá del lector, en la dimensión trascendente, mientras que el siniestro Svidrigáilov lo excede en el modo demónico. No tenemos más refugio que la conciencia de Raskolnikov, tal como tenemos que viajar con Macbeth al corazón de sus tinieblas. Puede que nosotros no matemos ancianas ni monarcas paternales, pero puesto que somos en parte Raskolnikov o Macbeth, acaso en ciertas circunstancias lo haríamos. Como Shakespeare, Dostoievski nos hace cómplices de los asesinatos de su villano - héroe. Tanto Macbeth como Crimen y castigo son tragedias auténticamente aterradoras que no nos purgan de la piedad, no digamos ya del miedo. Invirtiendo la sociomédica idea aristotélica de la catarsis, según la cual la tragedia nos libera de emociones que no conducen al bien público, Shakespeare y Dostoievski ejercen sobre nosotros designios más oscuros.
Es por esta participación en el carácter sublime de Macbeth que Crimen y castigo trasciende el efecto de deprimirnos, aun si nos conduce por un insalubre verano de San Petersburgo durante el cual una fantasmagoría de pesadilla se vuelve realidad. Cada muro que miramos parece de un amarillo detestable, y el horror de la metrópoli moderna es retratado con una intensidad que rivaliza con Baudelaire o con Dickens en sus momentos menos afables. Empezamos a sentir que en el San Petersburgo de Raskolnikov, como en la embrujada Escocia de Macbeth, también nosotros podríamos cometer crímenes.
La cuestión de cómo leer Crimen y castigo se convierte pronto en una pregunta precisa: ¿cuál es la causa de que Raskolnikov se vuelva asesino? Una vez más como Macbeth, está repleto de buenas cualidades; sus impulsos son en lo esencial decentes, por cierto humanos. Me asombra que el eminente novelista moderno italiano Alberto Moravia haya visto en Raskolnikov un precursor de los comisarios stalinistas, que eran más conocidos por oprimir a otros que por atormentarse a sí mismos. Lo mismo que Svidrigáilov, su parodia demónica, Raskolnikov se autocastiga; el masoquismo que practica es absolutamente incompatible con el profeso deseo de ser un Napoleón. En cierto sentido, Raskolnikov mata para descubrir si es o no un Napoleón en potencia, aunque tiene sobradas razones para creer que no lo es ni por asomo. Quizá sea más profunda la feroz culpa de Raskolnikov, que precede a los crímenes. De que lo suyo sea una versión grosera de la voluntad - de - sufrir de Sonia tengo serías dudas. Tampoco es un doble pasivo de Svidrigáilov, cuyo sadismo malevolente es una máscara para "marchar a América", esto es, para suicidarse. Parece imposible distanciar a Raskolnikov de Dostoievski, que a los veintiocho años soportó ocho meses de prisión solitaria por haber sido parte de un grupo extremista. Bajo sentencia de muerte, sus compañeros y él recibieron el indulto cuando ya se hallaban ante el pelotón de fusilamiento. Siguieron cuatro años de trabajos forzados en Siberia, en el curso de los cuales Dostoievski se hizo monárquico reaccionario y devoto fiel de la Iglesia Ortodoxa Rusa.
Raskolnikov va siete años a Siberia, leve sentencia por un doble asesinato, pero ha confesado los crímenes y el tribunal lo ha declarado demente al menos en parte, sobre todo en el momento del acto. No veo cómo un lector común y abierto podría atribuir con mediana certeza algún motivo a las transgresiones de Raskolnikov, en cualquiera de los sentidos corrientes de la palabra motivo. La malignidad, hondamente arraigada en Svidrigáilov - como en Yago y Edmund - tiene escaso lugar en las psiquis de Raskolnikov y Macbeth, lo cual hace sus caídas aún más aterradoras. Tampoco progresamos mucho buscando en Raskolnikov y Macbeth el Pecado Original. Ambos sufren de imaginaciones poderosamente prolépticas o proféticas. En cuanto perciben que una acción potencial será un avance para la personalidad, dan el salto y experimentan el crimen como si ya lo hubieran cometido, con toda la culpa consiguiente. Con una imaginación tan potente, y una consciencia tan culpable, el asesino real es apenas una copia o una repetición, un auto - agresor que lacera la realidad, aunque sólo para completar lo que en cierto modo ya se ha hecho.
Absorbente como es Crimen y castigo, resulta imposible limpiarla de tendenciosidad, el invariable defecto de su autor. Dostoievski es un sectario, y en todo lo que escribe deja explícita su feroz perspectiva. Lo que se propone es levantarnos, como a Lázaros, del nihilismo o el escepticismo y convertirnos a la Ortodoxia. Escritores tan eminentes como Chéjov y Nabokov han sido incapaces de soportarlo; no lo consideraban un artista sino un estridente pseudoprofeta. Para mí, cada relectura de Crimen y castigo es una experiencia terriblemente poderosa pero un tanto nociva; casi como si fuese un Macbeth compuesto por el propio Macbeth.
Raskolnikov nos lastima (como nos lastima Macbeth) porque no podemos desatarnos de él. A mí Sonia me parece del todo insufrible, pero ni Dostoievski tenía el poder de crear una santa cuerda; lo que siento ante ella es crispación. Pero es extraordinario que Dostoievski haya podido darnos dos personajes secundarios tan nítidos como Porfiri, el juez de instrucción que es el poderoso oponente de Raskolnikov, y el asombrosamente plausible Svidrigáilov, cuya fascinación no se agota nunca.
Porfiri, investigador consumado, es una especie de pragmático y un utilitarista; cree que mediante el ejercicio de la razón puede alcanzarse el mayor bien para la mayoría. Supongo que cualquier lector, incluido yo, preferiría cenar con Porfiri que con el peligroso Svidrigáilov, pero sospecho que Dostoievski habría preferido al segundo. En un juego de espera de hermosa composición, Porfiri se compara sin ningún reparo con una vela, y a Raskolnikov con la polilla que vuela alrededor:
- ¿Y si huyo, qué? - preguntó Raskolnikov con una sonrisa extraña.
- No huirá usted. Huiría un campesino, o un disidente moderno, cualquier lacayo
de ideas ajenas, porque a esos basta con enseñarles la punta del dedo, como al
Grumete Obediente, para que el resto de sus vidas crean lo que uno quiera. Pero
usted, que ya no cree ni en su propia teoría, ¿por qué iba a huir? ¿De qué le
valdría ocultarse? La vida del fugitivo es larga y odiosa, y lo que usted más
necesita es una posición y una existencia definidas, y una atmósfera adecuada.
¿Qué clase de atmósfera tendrá si escapa? Huya y verá como acaba regresando
de usted mismo. No puede seguir adelante sin nosotros.
Este es un momento merecidamente clásico en la historia de la "novela detectivesca": difícil encontrar algo más sutil que el "No puede seguir adelante sin nosotros" que la vela Porfiri asesta a la polilla Raskolnikov. Uno siente que incluso el soberbio Chéjov se equivocaba; subestimar a Dostoievski es riesgoso, incluso cuando no se le tiene ninguna estima.
Más riesgoso y aún más memorable es Svidrigáilov, nihilista auténtico y extremo final de lo que podría llamarse vía shakesperiana en Dostoievski (si añadimos al Stavroguin de Los demonios). Svidrigáilov es un personaje tan fuerte y raro que ante él casi me retracto de haber acusado a Dostoieveski de tendencioso. Raskolnikov se enfrenta a Svidrigáilov, que persigue a Dunya, hermana del protagonista. He aquí a Svidrigáilov hablando de la mujer que lo rechazará ahora y siempre:
Crimen y castigo
Raskolnikov, un estudiante resentido, juega con la terrible fantasía de matar a una vieja avarienta y usurera que lo explota. La fantasmagoría se vuelve realidad con el asesinato, no sólo de la vieja sino también de su hermanastra. Una vez cometido el crimen, el destino de Raskolnikov lo lleva a encontrarse con los tres personajes capitales de la novela. La primera es Sonia, una muchacha angelical y piadosa que se sacrifica como prostituta para mantener a sus míseros hermanos. Otro es Porfiri Petróvich, un perspicaz juez de instrucción que es el paciente némesis de Raskolnikov. El más fascinante es Svidrigáilov, monumento al solipsismo nihilista y la lujuria fría.
En los intrincados movimientos de la trama, Raskolnikov se enamora de Sonia, poco a poco se da cuenta de que Porfiri lo sabe culpable y cada vez más descubre en el brillante Svidrigáilov su propio potencial de degradación. El lector llega a comprender que Raskolnikov está profundamente dividido entre el impulso de arrepentirse y la convicción de que su ser napoleónico necesita expresarse con plenitud. También en Dostoievski hay una división sutil, ya que Raskolnikov no se desploma en el arrepentimiento hasta el epílogo de la novela.
Ciento treinta años después de su publicación, Crimen y castigo sigue siendo la mejor novela de asesinato que se ha escrito. Hay que leerla - y poco cuesta, absorbente como es - porque, como Shakespeare, nos altera la conciencia. Aunque muchos rechacen el nihilismo de las grandes tragedias shakesperianas de sangre - Hamlet, Otelo, El rey Lear, Macbeth -, esas obras son el origen innegable de los grandes nihilistas de Dostoievski: el Svidrigáilov de Crimen y castigo, el Stavroguin de Los demonios y el padre de Los hermanos Karamazov. Nunca sabremos en qué creía (o de qué descreía) realmente Shakespeare; sabemos en cambio que Dostoievski se hizo clerical reaccionario a un extremo casi inconcebible. En cuanto a Crimen y castigo en particular, deberíamos seguir el adagio de D.H. Lawrence: Confía en el relato, no en el narrador.
Dostoievski creía en un cristianismo aún por venir: un tiempo en que todos nos amemos sin egoísmo y nos sacrifiquemos por los otros como lo hace Sonia en Crimen y castigo. En esa fase cristiana, más allá de la civilización como la conocemos ahora, ¿podrían escribirse novelas? Es de presumir que no las necesitaríamos. Tolstoi, que quería que Dostoievski fuera el Harriet Beecher Stowe de Rusia, insistía en valorar La cabaña del tío Tom por encima de El rey Lear.
Dostoievski, esencialmente un trágico - no un moralista épico - no estaba de acuerdo con Tolstoi. A veces cavilo que a los veintitrés años Dostoievski dejó el ejército ruso para seguir la carrera literaria y Rodión Raskolnikov tiene la misma edad el espantoso verano en que, para agrandar la visión napoleónica de su yo, mata gratuitamente a dos mujeres. Hay una afinidad sumergida entre la negativa de Raskolnikov a desviarse de su autoestima y la búsqueda heroica de Dostoievski en pos de la escritura de ficciones eternas, búsqueda que culmina en Los hermanos Karamazov. Raskolnikov acaba por arrepentirse (en el poco convincente "Epílogo" de la novela) al rendirse por completo a la magdaleniana Sonia - esperanza de ascenso, a lo Lázaro, de la muerte a la salvación.
Pero, como su recalcitrante carácter trágico está ligado inextricablemente a la pulsión heroica de Dostoievski por componer grandes tragedias, es improbable que su tardía humildad cristiana persuada al lector. Dostoievski es soberbio en los comienzos y asombroso en los desarrollos medios, pero extrañamente débil en los finales; cuando uno esperaría que el temperamento apocalíptico debería hacerlo experto en cuestiones últimas.
Los lectores abiertos a la oscuridad de la experiencia en Crimen y castigo podrán ponderar bien, no sólo la escisión de Raskolnikov, sino la fisura abierta en Dostoievski; y acaso concluyan que si éste es reacio a transformar completamente a Raskolnikov en un ser redimido es por una recalcitrancia de orden más dramático que moral - religioso.
Las obras que presentan nihilistas abrumadores como Svidrigáilov o Yago no se condicen con el final feliz. Cuando yo pienso en Crimen y castigo, en seguida me viene a la mente Svidrigáilov, y la explicación que da al apretar el gatillo suicida me produce un escalofrío: "En marcha hacia América." Éste es el post - nihilista (con el mero nihilismo no alcanzaría) que dice a Raskolnikov que la eternidad existe; es como la mugrienta casa de baños del campo ruso, infestada de arañas. Después de haberlo visto enfrentarse con la cosa auténtica en Svidrigáilov, encarnación de la Vía a la Miseria, podemos perdonar a Raskolnikov cuando anhela una visión más consoladora, crea en ella o no.
A mi parecer hay una afinidad real entre Raskolnikov y el asesino Macbeth, como la hay entre Svidrigáilov y el Edmund de El rey Lear, otro sensualista frío. Nacido en 1821, Dostoievski asocia más abiertamente al perturbador Svidrigáilov con Lord Byron, a quien popularizara en Rusia el poeta nacional Pushkin - antecesor asimismo de Dostoievski y Turguéniev en la simpatía por Shakespeare. La lascivia criminal de Svidrigáilov, excitada en particular por las niñitas, es una degradación de las inclinaciones de Edmund y de Byron. Sin embargo Raskolnikov - aunque por demás alarmante - está muy lejos de Svidrigáilov, del mismo modo que el asesino pero comprensivo Macbeth es más un villano - héroe que un par de Edmund y Yago.
Dostoievski emula a Shakespeare al identificar la imaginación del lector con Raskolnikov; de modo parecido nos usurpa la imaginación Macbeth. Porfiri, el juez de instrucción que brillantemente tortura a Raskolnikov con la incertidumbre, se presenta como cristiano, pero está claro que disgusta a Dostoievski, que considera al némesis de Raskolnikov como un "mecanicista" influido por Occidente, un manipulador de la ya torturada psicología del protagonista. Sonia se encuentra espiritualmente más allá del lector, en la dimensión trascendente, mientras que el siniestro Svidrigáilov lo excede en el modo demónico. No tenemos más refugio que la conciencia de Raskolnikov, tal como tenemos que viajar con Macbeth al corazón de sus tinieblas. Puede que nosotros no matemos ancianas ni monarcas paternales, pero puesto que somos en parte Raskolnikov o Macbeth, acaso en ciertas circunstancias lo haríamos. Como Shakespeare, Dostoievski nos hace cómplices de los asesinatos de su villano - héroe. Tanto Macbeth como Crimen y castigo son tragedias auténticamente aterradoras que no nos purgan de la piedad, no digamos ya del miedo. Invirtiendo la sociomédica idea aristotélica de la catarsis, según la cual la tragedia nos libera de emociones que no conducen al bien público, Shakespeare y Dostoievski ejercen sobre nosotros designios más oscuros.
Es por esta participación en el carácter sublime de Macbeth que Crimen y castigo trasciende el efecto de deprimirnos, aun si nos conduce por un insalubre verano de San Petersburgo durante el cual una fantasmagoría de pesadilla se vuelve realidad. Cada muro que miramos parece de un amarillo detestable, y el horror de la metrópoli moderna es retratado con una intensidad que rivaliza con Baudelaire o con Dickens en sus momentos menos afables. Empezamos a sentir que en el San Petersburgo de Raskolnikov, como en la embrujada Escocia de Macbeth, también nosotros podríamos cometer crímenes.
La cuestión de cómo leer Crimen y castigo se convierte pronto en una pregunta precisa: ¿cuál es la causa de que Raskolnikov se vuelva asesino? Una vez más como Macbeth, está repleto de buenas cualidades; sus impulsos son en lo esencial decentes, por cierto humanos. Me asombra que el eminente novelista moderno italiano Alberto Moravia haya visto en Raskolnikov un precursor de los comisarios stalinistas, que eran más conocidos por oprimir a otros que por atormentarse a sí mismos. Lo mismo que Svidrigáilov, su parodia demónica, Raskolnikov se autocastiga; el masoquismo que practica es absolutamente incompatible con el profeso deseo de ser un Napoleón. En cierto sentido, Raskolnikov mata para descubrir si es o no un Napoleón en potencia, aunque tiene sobradas razones para creer que no lo es ni por asomo. Quizá sea más profunda la feroz culpa de Raskolnikov, que precede a los crímenes. De que lo suyo sea una versión grosera de la voluntad - de - sufrir de Sonia tengo serías dudas. Tampoco es un doble pasivo de Svidrigáilov, cuyo sadismo malevolente es una máscara para "marchar a América", esto es, para suicidarse. Parece imposible distanciar a Raskolnikov de Dostoievski, que a los veintiocho años soportó ocho meses de prisión solitaria por haber sido parte de un grupo extremista. Bajo sentencia de muerte, sus compañeros y él recibieron el indulto cuando ya se hallaban ante el pelotón de fusilamiento. Siguieron cuatro años de trabajos forzados en Siberia, en el curso de los cuales Dostoievski se hizo monárquico reaccionario y devoto fiel de la Iglesia Ortodoxa Rusa.
Raskolnikov va siete años a Siberia, leve sentencia por un doble asesinato, pero ha confesado los crímenes y el tribunal lo ha declarado demente al menos en parte, sobre todo en el momento del acto. No veo cómo un lector común y abierto podría atribuir con mediana certeza algún motivo a las transgresiones de Raskolnikov, en cualquiera de los sentidos corrientes de la palabra motivo. La malignidad, hondamente arraigada en Svidrigáilov - como en Yago y Edmund - tiene escaso lugar en las psiquis de Raskolnikov y Macbeth, lo cual hace sus caídas aún más aterradoras. Tampoco progresamos mucho buscando en Raskolnikov y Macbeth el Pecado Original. Ambos sufren de imaginaciones poderosamente prolépticas o proféticas. En cuanto perciben que una acción potencial será un avance para la personalidad, dan el salto y experimentan el crimen como si ya lo hubieran cometido, con toda la culpa consiguiente. Con una imaginación tan potente, y una consciencia tan culpable, el asesino real es apenas una copia o una repetición, un auto - agresor que lacera la realidad, aunque sólo para completar lo que en cierto modo ya se ha hecho.
Absorbente como es Crimen y castigo, resulta imposible limpiarla de tendenciosidad, el invariable defecto de su autor. Dostoievski es un sectario, y en todo lo que escribe deja explícita su feroz perspectiva. Lo que se propone es levantarnos, como a Lázaros, del nihilismo o el escepticismo y convertirnos a la Ortodoxia. Escritores tan eminentes como Chéjov y Nabokov han sido incapaces de soportarlo; no lo consideraban un artista sino un estridente pseudoprofeta. Para mí, cada relectura de Crimen y castigo es una experiencia terriblemente poderosa pero un tanto nociva; casi como si fuese un Macbeth compuesto por el propio Macbeth.
Raskolnikov nos lastima (como nos lastima Macbeth) porque no podemos desatarnos de él. A mí Sonia me parece del todo insufrible, pero ni Dostoievski tenía el poder de crear una santa cuerda; lo que siento ante ella es crispación. Pero es extraordinario que Dostoievski haya podido darnos dos personajes secundarios tan nítidos como Porfiri, el juez de instrucción que es el poderoso oponente de Raskolnikov, y el asombrosamente plausible Svidrigáilov, cuya fascinación no se agota nunca.
Porfiri, investigador consumado, es una especie de pragmático y un utilitarista; cree que mediante el ejercicio de la razón puede alcanzarse el mayor bien para la mayoría. Supongo que cualquier lector, incluido yo, preferiría cenar con Porfiri que con el peligroso Svidrigáilov, pero sospecho que Dostoievski habría preferido al segundo. En un juego de espera de hermosa composición, Porfiri se compara sin ningún reparo con una vela, y a Raskolnikov con la polilla que vuela alrededor:
- ¿Y si huyo, qué? - preguntó Raskolnikov con una sonrisa extraña.
- No huirá usted. Huiría un campesino, o un disidente moderno, cualquier lacayo
de ideas ajenas, porque a esos basta con enseñarles la punta del dedo, como al
Grumete Obediente, para que el resto de sus vidas crean lo que uno quiera. Pero
usted, que ya no cree ni en su propia teoría, ¿por qué iba a huir? ¿De qué le
valdría ocultarse? La vida del fugitivo es larga y odiosa, y lo que usted más
necesita es una posición y una existencia definidas, y una atmósfera adecuada.
¿Qué clase de atmósfera tendrá si escapa? Huya y verá como acaba regresando
de usted mismo. No puede seguir adelante sin nosotros.
Este es un momento merecidamente clásico en la historia de la "novela detectivesca": difícil encontrar algo más sutil que el "No puede seguir adelante sin nosotros" que la vela Porfiri asesta a la polilla Raskolnikov. Uno siente que incluso el soberbio Chéjov se equivocaba; subestimar a Dostoievski es riesgoso, incluso cuando no se le tiene ninguna estima.
Más riesgoso y aún más memorable es Svidrigáilov, nihilista auténtico y extremo final de lo que podría llamarse vía shakesperiana en Dostoievski (si añadimos al Stavroguin de Los demonios). Svidrigáilov es un personaje tan fuerte y raro que ante él casi me retracto de haber acusado a Dostoieveski de tendencioso. Raskolnikov se enfrenta a Svidrigáilov, que persigue a Dunya, hermana del protagonista. He aquí a Svidrigáilov hablando de la mujer que lo rechazará ahora y siempre:
Pese a la sincera aversión que Avdotia Romanovna me tiene, y a mi aspecto permanentemente sombrío e intimidatorio, al fin se apiadó de mí; se apiadó de un alma perdida. Y desde luego que cuando su corazón empieza a sentir piedad por un hombre, una muchacha se encuentra en grave peligro. Le da por querer "salvarlo", hacerlo entrar en razón, educarlo, ponerle delante metas nobles y despertarlo a una nueva vida y nuevas actividades... Bien, todos sabemos lo que se llega a soñar en esas circunstancias. Yo comprendí enseguida que el pájaro había volado al nido de la voluntad propia y a mi vez puse en marcha los preparativos. Da la impresión de que frunce usted el ceño, Rodión Romanóvich. Descuide. Como bien sabe, el asunto no llegó a nada. (¡Demonios, qué cantidad de vino estoy bebiendo!) Sabe, desde el comienzo mismo me pareció una pena que el azar no hiciera nacer a su hermana en el segundo o tercer siglo de nuestra era, como hija de un príncipe cualquiera o de un gobernador o procónsul de Asia Menor. Sin duda habría sido una mártir, y por supuesto habría sonreído mientras le quemaban los pechos con pinzas al rojo vivo. Pienso que hasta lo habría provocado. Y en el siglo cuarto o quinto se habría ido al desierto egipcio a vivir treinta años de raíces, éxtasis y visiones. Es esa clase de personas que se desviven por que alguien las torture, y si no consiguen el martirio son bien capaces de tirarse por la ventana.
Cuando queda demostrado que Advotia Romanovna (Dunia Raskolnikov) no podrá matarlo (aunque el deseo de hacerlo sea más desesperado que el de él por ella), Svidrigáilov "se marcha a América": se suicida. Como la de Stavroguin en Los demonios, la libertad de Svidrigáilov es absoluta y también absolutamente aterradora. Aunque Raskolnikov nunca se arrepiente, en el epílogo se quiebra y cede a la santidad de Sonia. Pero es Svidrigáilov, no Raskolnikov, quien escapa de la feroz ideología dostoievskiana y se diría que escapa del libro. Aunque nadie quiera escribirlo en las paredes del metro, bien puede ocurrir que el lector llegue a murmurar: "Svidrigáilov vive".
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