Mínima llamada de atención sobre una novela desopilante, con muy mal café y que, como se suele decir, reparte palos a diestro y siniestro: La metafísica y el mono, de Carlos Eugenio López (Lengua de Trapo, 2007). Con la manida excusa de la edición de un texto esencial imperdonablemente relegado al olvido, el autor "recupera" un libro traducido a todas las lenguas cultas ("e incluso a un buen número de las consideradas incultas, como el tártaro de la estepa o el euskera de concejo y sacristía"), que está llamado a convertirse en un hito como el Quijote de Rico -los palos, como digo, van para todo bicho viviente-. Pues bien, esta Metafísica y el mono (750 paginitas de nada) es un texto en que Alexandrós nos cuenta su vida y la de sus conciudadanos en la Grecia del siglo XIX, en un pequeño pueblo en que priman la rivalidad entre la familia, donde, supuestamente, la visión del mundo se aprecia en los sucesos vividos (algunos tan importantes como plantar adelfas en medio de un camino escarpado por el que pasan los burros y que provoca un conflicto extraordinario; que de repente aparezca un pastor gallego, justificado por el hecho de que "sabido es que hay gallegos en todas partes"; o el hecho de que el Poeta Vasilis, en su Copla a la muerte del capitán Nikíforos, compuesta a la sazón en Calatayud, coincida letra a letra con la obra de Jorge Manrique). Mil anécdotas e historias -con todo tipo de anacronismos y anatopismos e irreverencias- con el único fin de poner en solfa todo lo habido y por haber, interpretadas por críticos tan prestigiosos como Von Bonn, Iñaki Pedrolari -párroco de Cestona que ve todo bajo el prisma de la entomología euskérica- o Jordi Papa i Rucha en notas que trufan todo el libro y que, aunque a veces son un poco agotadoras, contribuyen a ese carácter totalmente irreverente.
Una novela no para todos los gustos, francamente divertida y original, y que merece formar parte de una escasa tradición pero que ha dado obras tan brillantes como la Parábola de Carmen la Reina de Manuel Talens. No os las perdáis.
Os adjunto aquí un fragmento que ofrece la página web de la editorial:http://www.lenguadetrapo.com/00128-NB-ficha.html
Otros pleitos duraron más, pero también empezaron por motivos más importantes. El nuestro lo originó una simple adelfa en el camino.Parece que la abuela Estazula, que entonces aún no había perdido la articulación del codo, plantó la adelfa en la esquina de la torre que daba al kalderími del lavadero. La elección de la esquina, impecable desde el punto de vista estético, no era, sin embargo, la más adecuada a tenor de la ingrata topografía de Jora (Ano y Kato). Aun despejado, el camino del lavadero apenas si permitía el tránsito de las acémilas que acarreaban el agua desde el pozo comunal, y una adelfa, en ese lugar, estaba llamada a traer problemas a nada que le diera por crecer un poco.La tía Vula fue la primera en vislumbrar las nubes de la tormenta y la abuela Estazula se mostró desde el primer momento dispuesta, con todo el dolor de su corazón, a arrancar la adelfa, que ya empezaba a echar flores.—Froso, la de Mijalis —le contó la tía Vula a la abuela—, dice que la adelfa no deja pasar bien a los borricos, y que la calle no es nuestra.La abuela Estazula no se lo pensó demasiado. Froso tenía una mancha de nacimiento en un carrillo, y con ese tipo de gente nunca sobraba andarse con tiento. Muy bien podía denotar algún pacto secreto con el diablo—Pues si la adelfa no deja pasar a los borricos, se arranca la adelfa, y aquí paz y después gloria —concluyó, mientras se hacía un triple signo de la cruz.Y ahí podía haber acabado perfectamente la cosa de no habérsele apagado, días más tarde, el narguile al abuelo Panagos.—¡Ifiguenia, la pipa! —gritó mi abuelo, necesitado de un carboncillo para avivar el tiro del narguile.—Ya se lo traigo yo, patéra —se ofreció solícita, y es de suponer que con la mejor intención del mundo, la tía Vaso, que estaba al lado—. Ifiguenia está ayudando a la abuela a arrancar la adelfa de la calle.Al abuelo la adelfa, como cualquier planta no comestible, le tocaba bastante las narices. En otras circunstancias, la podría haber hecho arrancar perfectamente él por el mero afán de apuntalar su autoridad o el simple capricho de martirizar a la abuela. Pero, por esas mismas razones, el comentario de la tía Vaso le sacó de órbita su único ojo.—¡Y quién leches les ha mandado a esas dos mierdas que arranquen la adelfa! —explotó.La tía Vaso, queriéndolo arreglar, lo estropeó aún más:—Es que parece que a los Brajeas —explicó— les molesta cuando bajan con los borricos a por el agua.Nunca hubiera abierto la boca. Además de haberse ahorrado ella una solemne bofetada, nos habría librado a todos de un martirio.—¡Dile ahora mismo a esas dos puercas que dejen la adelfa en paz o bajo yo y las subo por los pelos del coño! —bramó el abuelo.A la tía Vaso debió por fuerza de chocarle cómo había de poder su suegro, siendo manco, subir a la vez a la abuela y la tía Ifiguenia cogidas de ninguna parte; pero, en un ejercicio de sensatez más allá de la lógica, se limitó a cumplir la orden sin rechistar y como un relámpago. Lo mismo hicieron, por lo que les tocaba, y con igual motivo y diligencia, la abuela y la tía Ifiguenia. De forma que la adelfa, de cuyo cuidado responsabilizó el abuelo a la prima Mosja, bajo la pena de arrancarle las uñas a mordiscos en la eventualidad de que, por la razón que fuese, la planta acabase secándose, siguió en su sitio. Y, harta de agua y cagarrutas de cabra, agarró con tal fuerza a la roca, que se la veía crecer de semana en semana y aun de día en día.Los Brajeas, en público al menos, no volvieron a hacer ningún comentario al respecto. Sus burros bajaban y subían de la fuente arriesgando la integridad de los cántaros cada vez que llegaban a la esquina de nuestra torre, y, al verlos tambalearse, el abuelo, que contemplaba tan inestables equilibrios desde su diván, le daba sistemáticamente una honda calada a la pipa y mascullaba un satisfecho «¡que se jodan!» por el lado de la boca que le dejaba libre la boquilla del narguile.Pero, más allá de ese estrecho horizonte, las nubes ya se estaban congregando. Que descargaran era sólo cuestión de tiempo.Y descargaron en mitad de la noche, al acercarse el abuelo a la ventana a aliviar su cada día más incontinente vejiga.—¡Hijos de la zorrísima! —se le oyó tronar, con el órgano nmingatorio aún en la mano.Yanis, que, por si un aquel y aunque no teníamos ningún pleito abierto con nadie en ese momento, estaba de guardia en la ventana opuesta, armó sin pensarlo un momento el mosquete.—¿Qué ocurre, patéra? —preguntó, indeciso entre acudir a la otra ventana o descerrajar un tiro a un gato que pasaba en aquel momento frente a su mira.—¡Hijos de la zorrísima! —repitió, por toda aclaración, el abuelo y, después de una pausa como para reflexionar sobre la enormidad de lo que estaba viendo su único ojo, aún insistió por tercera vez: —¡Hijos de la zorrísima!Para entonces, la magnitud de lo acontecido era ya conocida por toda la torre, con la excepción del tío Yanis, que no se determinaba a abandonar su puesto. Una mano alevosa había arrancado la adelfa de cuajo y, en un gesto de burla y desafío, aún había tenido tiempo para dejar una solitaria flor sobre el lugar de los hechos.El tío Tasos, racional siempre, descifró enseguida el mensaje:—Nos están llamando capullos.Su hermano Kostas, que, evidentemente, aún estaba vivo, asintió y fue todavía más lejos:—Nos están llamando capullos y aquí se van a saltar por los aires los sesos de alguien.
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28/6/07
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