Por si alguien está leyendo la propuesta personal que os hice de El buen soldado de Ford Madox Ford, aquí va este capítulo de Hemingway de París era una fiesta dedicado al que consideraba uno de sus maestros -si la letra es muy pequeña, cortad el texto y pegadlo en un word-:
La Closerie des Lilas era el único buen café que había cerca de casa, cuando vivíamos en el piso encima de la serrería, en el número 113 de la rué Notre-Dame-des-Champs. Y era uno de los mejores cafés de París. En invierno se estaba caliente dentro, y en primavera y otoño se estaba muy bien fuera, cuando ponían mesitas a la sombra de los árboles junto a la estatua del mariscal Ney, y las grandes mesas cuadradas bajo los toldos, en la acera del boulevard. Nos hicimos buenos amigos de dos camareros del café. La gente del Dôme y de la Rotonde nunca iban a la Closerie. No hubieran encontrado allí a nadie que les conociera, y nadie les hubiera mirado con la boca abierta cuando entraban. Por entonces, muchos iban a aquellos dos cafés en la esquina del boulevard Montparnasse con el boulevard Raspail para ofrecerse como espectáculo público, y puede decirse que aquellos cafés equivalían a las crónicas de sociedad, como sustitutivos cotidianos de la inmortalidad.
En tiempos anteriores, la Closerie des Lilas fue un café donde se reunían poetas más o menos regularmente, y su último gran poeta era Paul Fort, a quien yo nunca leí. El único poeta que yo vi allí es Blaise Cendrars, con su rota nariz de boxeador y su manga vacía sujeta con un imperdible, que liaba los pitillos con la mano que le quedaba. Era un buen compañero hasta que estaba demasiado borracho, e incluso entonces, las mentiras que soltaba le hacían más interesante que a otros sus relatos verídicos. Pero nunca vi a otro poeta en la Closerie, y además a Cendrars sólo le encontré allí una vez. La mayoría de los clientes eran señores viejos y barbudos, de ropas gastadas, que iban allí con sus esposas o sus queridas, y algunos, pero no todos, llevaban en la solapa la cintila roja de la Legión de Honor. Con optimismo, les clasificábamos a todos como hombres de ciencia, como savants, y el tiempo que mataban con un aperitivo era casi tan largo como el que mataban ante un café con leche otros señores de trajes más gastados todavía, que iban allí con sus esposas o sus queridas y mostraban la cintita violeta de las Palmas Académicas, lo cual no tenía nada que ver con la Academia Francesa, y nosotros suponíamos que significaba eran profesores o maestros.
En conjunto, aquellas gentes componían un café agradable, ya que sólo se observaban entre sí, y lo que les interesaba eran sus copas o sus tazas de café o sus infusiones, sin contar los periódicos que estaban sujetos a sus varillas de madera, y en aquel ambiente nadie se exhibía.
Había también otros tipos de hombres, vecinos del barrio, que frecuentaban la Closerie. Algunos llevaban en la solapa la cinta de la Croix de Guerre, y otros la cinta amarilla y verde de la Médaille Militaire, y yo me fijaba en lo bien que superaban las dificultades debidas a los brazos o las piernas que les faltaban, y en la excelente calidad de sus ojos artificiales, y en lo muy hábilmente que les habían rehecho la cara. En una cara cuyo porcentaje de reconstrucción era alto, se veía siempre un brillo casi iridiscente, que recordaba el de un esquí bien engrasado, y nosotros respetábamos a estos clientes más que a los savants y los profesores, aunque bien podían estos últimos haber servido también en la guerra sin sufrir mutilación.
En aquellos días, no teníamos confianza en nadie que no hubiera estado en la guerra, pero además no teníamos plena confianza en nadie, y a menudo imperaba la opinión de que Cendrars no tenía por qué ponerse tan truculento a propósito de su desvanecido brazo. El día en que le encontré allí, me alivió que la cosa ocurriera a primera hora de la tarde, antes de que llegaran los clientes fijos de la Closerie.
Otra tarde, estaba yo sentado a una de las mesas de fuera, mirando cómo iba cambiando el color de la luz que daba en los árboles y los edificios, y cómo pasaban los grandes y lentos caballos que a menudo se veían por los boulevards exteriores. La puerta del café se abrió a mi espalda, y un hombre salió y se plantó a mi derecha, junto a mi mesa.
—De modo que aquí está usted —dijo.
Era Ford Madox Ford, según se hacía llamar entonces, porque desde la guerra había repudiado su apellido alemán de Hueffer. Jadeaba a través de su hirsuto mostacho manchado, y se erguía con rigidez, como si fuera un embudo ambulante, puesto con la punta hacia abajo y bien trajeado.
—¿Permite que me siente? —preguntó sentándose.
Miró al boulevard con sus ojos de un azul desvaído. Las cejas y las pestañas eran incoloras.
—Desperdicié buenos años de mi vida por lograr que la matanza de estas bestias se hiciera en forma humana —declaró.
—Ya me lo ha dicho —repuse.
—No creo habérselo dicho.
—Estoy seguro.
—Muy raro. Nunca se lo he dicho a nadie en mi vida.
—¿Quiere usted beber algo?
El camarero esperaba ante nosotros, y Ford pidió un Chambéry-cassis. El camarero, que era alto y delgado y se peinaba con brillantina para cubrir su coronilla calva, y ostentaba un gran mostacho en el viejo estilo del cuerpo de dragones, repitió el pedido.
—No. En vez de eso, tráigame una fine à l’eau —dijo Ford.
—Una fine à l’eau para el señor —transmitió el camarero al mozo del mostrador.
Yo evitaba siempre mirar a Ford en la medida de lo posible, y siempre retenía mi aliento cuando me encontraba cerca de él en una estancia cerrada, pero aquella tarde estábamos al aire libre, y además las hojas caídas volaban sobre la acera, llegando por mi lado de la mesa y alejándose por el suyo, de modo que le miré francamente. Me arrepentí, y miré a la acera de enfrente. La luz estaba cambiando otra vez, y me había perdido el instante del cambio. Bebí un sorbo de mi copa para comprobar si la proximidad de Ford le había dado mal sabor, pero todavía estaba pura.
—Está usted deprimido —dijo él.
—No.
—Sí lo está. Le conviene salir más de casa. Vine a invitarle a las reunioncillas que tenemos en ese divertido Bal Musette que hay cerca de la place Contrescarpe, en la rué du Cardinal-Lemoine.
—Viví dos años encima del baile ése, antes de que usted volviera a París.
—Qué cosa más rara. ¿Está seguro?
—Sí —afirmé—. Estoy seguro. El propietario de la sala del baile tenía también un taxi, y cuando yo tenía que tomar un avión él me llevaba siempre al aeródromo, y cada vez, antes de salir, entrábamos en la sala que estaba a oscuras, y bebíamos una copa de vino blanco en el mostrador de cinc.
—Nunca me ha interesado la aviación —dijo Ford—. Usted y su esposa, arréglense para ir al Bal Musette el sábado por la noche. Es un lugar muy alegre. Le dibujaré un plano para que pueda encontrarlo. Yo lo descubrí por pura casualidad.
—Está en la planta baja del número 74 de la rué Cardinal-Lemoine —dije—. Yo vivía en el tercer piso.
—Es una casa sin número —dijo Ford—. Pero la encontrará sin dificultad, si consigue llegar hasta la place Contrescarpe.
Bebí otro largo sorbo. El camarero había traído ia bebida de Ford, pero Ford le rectificaba.
—No, no pedí un coñac con soda —dijo, paciente, pero severo—. Pedí un vermouth Chambéry con cassis.
—No importa, Jean —dije—. Yo me quedaré con la fine. Tráigale al señor lo que pide ahora.
—Lo que pedí antes —corrigió Ford.
En aquel momento, un hombre más bien demacrado que se cubría con una capa pasó por la acera. Iba en compañía de una mujer alta, y echó una ojeada a nuestra mesa y a las mesas vecinas, y luego siguió su camino por el boulevard.
—¿Vio usted cómo le negué el saludo? —dijo Ford—. ¿Eh? ¿Vio cómo se lo negué?
—No. ¿A quién se lo negó?
—A Belloc —dijo Ford—. ¡Ya lo creo que se lo negué! ¡ Y de qué modo !
—No me fijé —dije—. ¿Y por qué le negó el saludo?
—Por toda suerte de buenas razones —dijo Ford—. ¡Y de qué modo se lo negué!
Era feliz, perfecta y completamente feliz. Yo no conocía a Belloc, pero tuve la impresión de alguien que anda absorto en algún pensamiento, y la ojeada que dio a nuestra mesa fue casi automática. Pero me apenó que Ford hubiera estado grosero con él, ya que, siendo yo entonces un joven que iniciaba su educación, sentía muy alto respeto por los escritores de más edad. Esto parece incomprensible ahora, pero en aquellos días se daba mucho.
Pensé que hubiera sido agradable que Belloc se hubiera sentado a nuestra mesa, y que hubiera sido una buena ocasión para conocerle. El encuentro con Ford me había estropeado la tarde, pero pensé que tal vez Belloc la hubiera arreglado un poco.
—¿Por qué diablos bebe usted coñac? —me preguntó Ford—. ¿No sabe que para un escritor joven, ponerse a beber coñac es fatal?
—No bebo muy a menudo —dije.
Me esforcé por tener muy presente lo que Ezra Pound me había dicho de Ford: que no había que maltratarle nunca, que había que recordar siempre que sólo decía mentiras cuando estaba fatigado, que era un escritor bueno de verdad, y que había sufrido terribles contratiempos conyugales. Me esforcé todo lo que pude por tener presente todo aquello, aunque la pesada y resollante y abyecta vecindad del propio Ford, tan cerca que podía tocarle, lo hacía difícil. Pero me esforcé.
—Explíqueme qué razones hay para retirarle el saludo a alguien —pedí.
Hasta entoces, yo había creído que eso se hacía sólo en las novelas de marqueses que escribía Ouida. Yo nunca fui capaz de leer una novela de Ouida, ni siquiera una vez, en una estación de esquí en Suiza, cuando terminé todos mis libros al tiempo que soplaba el viento húmedo del sur, y el hotel no tenía más que novelas de Ouida abandonadas por algún cliente, en las viejas ediciones de Tauchnitz de antes de la guerra. Pero cierto sexto sentido me decía que en las novelas de aquella dama los personajes se niegan el saludo.
—Un caballero —explicó Ford— le negará siempre el saludo a un rufián.
Bebí a toda prisa un sorbo de brandy.
—¿Se lo negará a un villano? —pregunté.
—Es inconcebible que un caballero tenga relación alguna con un villano.
—¿O sea que un caballero sólo retira el saludo a sus iguales? —seguí investigando.
—Naturalmente.
—¿Y cómo entra un caballero en relación con un rufián?
—Uno puede ignorar que lo sea, y a veces ocurre que un hombre se transforma en un rufián.
—¿Que es un rufián? —pregunté—. ¿Uno de esos seres que un caballero, so pena de su honra, debe apalear hasta molerles los huesos?
—No necesariamente —dijo Ford.
—¿Es Ezra un caballero? —pregunté.
—Claro que no —dijo Ford—. Es un americano.
—¿Nunca puede un americano ser un caballero?
—Tal vez lo sea John Quinn —explicó Ford—. Algunos hay, entre los embajadores.
—¿Myron T. Herrick?
—Tal vez.
—¿Era Henry James un caballero?
—Estaba muy cerca de serlo.
—¿Es usted un caballero?
—Claro que sí. He sido oficial de Su Majestad.
—Qué complicado asunto —dije—. ¿Soy yo un caballero?
—Decididamente no —afirmó Ford.
—¿Por qué, pues, se sienta usted a mi mesa?
—Me siento a su mesa porque le considero como un escritor joven que promete mucho. Como un colega en literatura, realmente.
—Es usted muy amable —dije.
—En Italia, podría considerársele un caballero —concedió Ford con magnanimidad.
—¿Pero no soy un rufián?
—Claro que no, muchacho. ¿Quién dijo eso nunca?
—Pudiera convertirme en un rufián —dije con tristeza—. Con tanto beber coñac. Cosas así acabaron con Lord Harry Hotspur, en la novela de Trollope. Dígame, ¿era Trollope un caballero?
—Claro que no.
—¿Está usted seguro?
—Pudiera haber división de opiniones. Pero la mía es rotunda.
—¿Lo era Fielding? Tenía el rango de juez.
—Técnicamente, tal vez haya que contarle entre los caballeros.
—¿Y a Marlowe?
—Desde luego que no.
—¿Y a John Donne?
—Era un cura.
—Qué fascinante es esta cuestión —dije.
—Me complace su interés —dijo Ford—. Antes de irme, le acompañaré a beber otro coñac con agua.
Cuando Ford se marchó era ya de noche. Anduve hasta el quiosco y compré Paris-Sport Complet, la última edición de la tarde del diario de hípica, que traía los resultados de Auteuil, y el programa de las carreras del día siguiente en Enghien. Émile, el camarero que estaba de turno remplazando a Jean, vino a mi mesa para saber el resultado de la última carrera en Auteuil. Un gran amigo mío, al que raras veces se veía por la Closerie, se acercó entonces y se sentó a mi mesa, y precisamente cuando mi amigo le pedía a Émile su bebida, el demacrado hombre de la capa, con la mujer alta, cruzó por la acera. Su mirada resbaló por nuestra mesa y se desvió.
—Ése es Hilaire Belloc —dije a mi amigo—. Ford estuvo aquí esta tarde, y le negó el saludo.
—No digas bobadas —dijo mi amigo—. Ése es Aleister Crowley, el de las misas negras. Tiene fama de ser el hombre más malvado del universo.
—Lo siento —dije.
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