30/8/07

Isabel Allende: novedad de la temporada

Espero que los amigos de Casa del libro, a quienes hacemos un gasto más que notable, no se enojen por que recurra a su página web para informaros de la aparición del último libro de Isabel Allende, al que todavía no he hincado el diente pero que se postula como firme candidato para las clases del curso que empieza.


Esta es la información que facilitan:


"Isabel Allende narra a su hija Paula todo lo que ha sucedido con la familia desde el momento en que ella murió. El lector vive, junto con la autora, la superación personal de una mujer con una fuerza inspiradora, rodeada siempre de amigos y familiares. Su historia es emotiva, pero también está repleta de humor, personajes pintorescos y anécdotas caóticas y divertidas sobre la complicidad, el amor, la esperanza, la magia y la fuerza de la amistad.
Una lección magistral de cómo hacer frente a los distintos retos que depara la vida."


E incluyen un fragmento:


LA MUSA CAPRICHOSA DEL AMANECER


No falta drama en mi vida, me sobra material de circo para escribir,
pero de todos modos llego ansiosa al 7 de enero. Anoche no pude
dormir, nos golpeó la tormenta, el viento rugía entre los robles y
vapuleaba las ventanas de la casa, culminación del diluvio bíblico de
las recientes semanas. Algunos barrios del condado se inundaron, los
bomberos no dieron abasto para responder a tan soberano desastre y
los vecinos salieron a la calle, sumergidos hasta la cintura, para salvar
lo que se pudiera del torrente. Los muebles navegaban por las avenidas
principales y algunas mascotas ofuscadas esperaban a sus amos
sobre los techos de los coches hundidos, mientras los reporteros captaban
desde los helicópteros las escenas de este invierno de California,
que parecía huracán en Louisiana. En algunos barrios no se pudo
circular durante un par de días, y cuando por fin escampó y se vio la
magnitud del estropicio, trajeron cuadrillas de inmigrantes latinos que
se dieron a la tarea de extraer el agua con bombas y los escombros
a mano. Nuestra casa, encaramada en una colina, recibe de frente el
azote del viento, que doblega las palmeras y a veces arranca de cuajo
los árboles más orgullosos, aquellos que no inclinan la cerviz, pero
se libra de las inundaciones. A veces, en la cúspide del vendaval, se
levantan olas caprichosas que anegan el único camino de acceso;
entonces, atrapados, observamos desde arriba el espectáculo inusitado
de la bahía enfurecida.
Me gusta el recogimiento obligado del invierno. Vivo en el condado
de Marin, al norte de San Francisco, a veinte minutos del puente
del Golden Gate, entre cerros dorados en verano y color esmeralda
en invierno, en la orilla oeste de la inmensa bahía. En un día claro
podemos ver a lo lejos otros dos puentes, el perfil difuso de los puertos
de Oakland y San Francisco, los pesados barcos de carga, cientos de
botes de vela y las gaviotas, como blancos pañuelos. En mayo aparecen
algunos valientes colgados de cometas multicolores, que se
deslizan veloces sobre el agua, alterando la quietud de los abuelos
asiáticos que pasan las tardes pescando en las rocas. Desde el océano
Pacífico no se ve el angosto acceso a la bahía, que amanece envuelto
en bruma, y los marineros de antaño pasaban de largo sin imaginar
el esplendor oculto un poco más adentro. Ahora esa entrada está
coronada por el esbelto puente del Golden Gate, con sus soberbias
torres rojas. Agua, cielo, cerros y bosque; ése es mi paisaje.
No fue la ventolera del fin del mundo ni la metralla del granizo
en las tejas lo que me desveló anoche, sino la ansiedad de que inevitablemente
amanecería el 8 de enero. Desde hace veinticinco años,
siempre empiezo a escribir en esta fecha, más por superstición que
por disciplina: temo que si empiezo otro día, el libro será un fracaso,
y que si dejo pasar un 8 de enero sin escribir, ya no podré hacerlo
en el resto del año. Enero llega después de unos meses sin escribir
en los que he vivido volcada hacia fuera, en la bullaranga del
mundo, viajando, promoviendo libros, dando conferencias, rodeada
de gente, hablando demasiado. Ruido y más ruido. Temo más que
nada haberme vuelto sorda, no poder oír el silencio. Sin silencio estoy
frita. Me levanté varias veces a dar vueltas por los cuartos con diversos
pretextos, arropada en el viejo chaleco de cachemira de Willie,
que he usado tanto que ya es mi segunda piel, y sucesivas tazas de
chocolate caliente en las manos, dando vueltas y más vueltas en la
cabeza a lo que iba a escribir dentro de unas horas, hasta que el frío
me obligaba a regresar a la cama, donde Willie, bendito sea, roncaba.
Atracada a su espalda desnuda, escondía los pies helados entre sus
piernas, largas y firmes, aspirando su sorprendente olor a hombre
joven, que no ha variado con el paso de los años. Nunca se despierta
cuando me aprieto contra él, sólo cuando me despego; está acostumbrado
a mi cuerpo, mi insomnio y mis pesadillas. Por mucho que
me pasee de noche, tampoco se despierta Olivia, que duerme en un
banco a los pies de la cama. Nada altera el sueño de esta perra tonta,
ni los roedores que a veces salen de sus guaridas, ni el tufo de los
zorrillos cuando hacen el amor, ni las ánimas que susurran en la oscuridad.
Si un demente armado con un hacha nos asaltara, ella sería
la última en enterarse. Cuando llegó era una miserable bestia recogida
por la Sociedad Humanitaria en un basural con una pata y varias
costillas quebradas. Durante un mes permaneció escondida entre
mis zapatos en el clóset, tiritando, pero poco a poco se repuso de
los maltratos anteriores y emergió con las orejas gachas y la cola
humillada. Entonces vimos que no servía de guardián: tiene el sueño
pesado.
Por fin aflojó la ira de la tormenta y con la primera luz en la ventana
me duché y me vestí, mientras Willie, envuelto en su bata de
jeque trasnochado, iba a la cocina. El olor del café recién molido me
llegó como una caricia: aromaterapia. Estas rutinas de cada día nos
unen más que los alborotos de la pasión; cuando estamos separados
es esta danza discreta lo que más falta nos hace. Necesitamos sentir
al otro presente en ese espacio intangible que es sólo nuestro. Un
frío amanecer, café con tostadas, tiempo para escribir, una perra que
mueve la cola y mi amante; la vida no puede ser mejor. Después Willie
me dio un abrazo de despedida, porque yo partía para un viaje largo.
«Buena suerte», susurró, como hace cada año en este día, y me
fui con abrigo y paraguas, bajé seis escalones, pasé bordeando la
piscina, crucé diecisiete metros de jardín y llegué a la casita donde
escribo, mi cuchitril. Y aquí estoy ahora."


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