23/10/21

Hamnet: primeras impresiones

Dos semanas hemos compartido ya la novela de Maggie o’Farrell, Hamnet. Es cierto que se ha convertido en "pasto de clubes de lectura", pero, tras pasar por nuestras manos, convenimos que es más que comprensible. 

Estábamos sobre aviso, pues habíamos sido advertidos de los posibles efectos conmovedores, y aun así no ha dejado de hacer mella en muchos de nosotros la sensibilidad con que la autora ha tratado el tema de la pérdida de un hijo en una novela histórica en que este adjetivo se diluye para dejar paso a otros atributos mucho más destacados. 

Así, si bien parece que Shakespeare sería el eje conductor, la novela nos ha llevado por otros derroteros, y hemos comentado, por ejemplo, el protagonismo real del personaje de Agnes. Su construcción como ente casi mágico, esotérico, capaz de percibir el futuro –salvo en lo más importante-, ligado a lo telúrico y a lo femenino de la tierra, así como a la ruralidad, se muestra tanto en la actitud hacia sus hijos como hacia ese innominado preceptor que esconde un dramaturgo ausente. Como contraste, personajes como el abuelo muestran la crudeza del momento, la pertenencia a un pasado abrupto y cruel. Hamnet y Judith, la pareja de gemelos, complementarios hasta en los detalles más nimios (uno zurdo y otro diestro, partes inseparables de un todo que se confunde), son otro gran eje de la obra.

Los pasajes que por una razón u otra nos han sorprendido abundan: la boda (con el anillo, el serbal y la mano del marido), el alumbramiento en el árbol, el viaje, las cartas, el contagio de la enfermedad, el sapo seco, la representación teatral y la catarsis al valorar la sensibilidad ante la muerte… Todos ellos consiguen sorprender o, al menos, evocar un mundo a caballo entre la realidad y la magia.

Una mención destacada merece el estilo de la narración, sin duda uno de los puntales de su valía. Un estilo en un presente que nos pone ante nuestros ojos la acción, que se escurre con una enorme agilidad y que, al mismo tiempo, refleja una carga de profundidad inmensa, pues percibimos que esa apariencia de rapidez nos está ocultando algo más. Un estilo lleno de elipsis, de huecos que queremos rellenar, y que seguramente es lo que nos empuja a proyectarnos en la novela, independientemente de si la percibimos como más cinematográfica y acertada o como menos trabada y fallida.

Además, el lenguaje de la novela, en el que intuimos un notable esfuerzo de traducción, despliega un sinnúmero de referencias a plantas, elementos naturales que, de nuevo, nos remiten a la exigente labor de investigación de la escritora al acudir a las fuentes, a los textos relacionados con la vida del bardo de Stratford, y que se percibe en cada detalle (el pendiente del padre, los elementos teatrales o, como nos mostró nuestra maravillosa investigadora, Mari Carmen, la firma de Judith Quiney).

Es cierto que no todos hemos apreciado de la misma manera esa forma de contar la historia: las sensibilidades son múltiples y todas llenas de razones. No obstante, podemos afirmar que la novela ha sido muy bien recibida en nuestro club y nos ha permitido recuperar emociones no siempre fáciles de encontrar en la literatura actual.

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